En
la primera infancia, el niño se encuentra enteramente receptivo a los estímulos
sonoros del mundo exterior, que gradualmente se irán elaborando e integrando en
la conciencia. La receptividad sensorial expresada a través de los diversos
medios (movimiento, gestos, lenguaje…) evoluciona de forma muy significativa en
los primeros años. Las sensibilidades visual, auditiva y táctil encuentran en
el entorno el marco idóneo para su desarrollo.
Los niños se acercan a los distintos sonidos de su realidad más próxima, los perciben, experimentan con ellos, observan cómo existen características comunes y diferenciales entre los mismos. Desde pequeños van buscando con la mirada el sonido percibido, rechazan los sonidos estridentes o ruidosos, juegan a reproducir lo que han oído, reconocen pequeñas melodías y canciones, clasifican y ordenen sonidos ejercitando con ello la memoria auditiva… Al mismo tiempo, van descubriendo cómo forman parte y pueden ser protagonistas de su propio entorno sonoro puesto que no sólo son receptores, sino también “productores”.
Los niños se acercan a los distintos sonidos de su realidad más próxima, los perciben, experimentan con ellos, observan cómo existen características comunes y diferenciales entre los mismos. Desde pequeños van buscando con la mirada el sonido percibido, rechazan los sonidos estridentes o ruidosos, juegan a reproducir lo que han oído, reconocen pequeñas melodías y canciones, clasifican y ordenen sonidos ejercitando con ello la memoria auditiva… Al mismo tiempo, van descubriendo cómo forman parte y pueden ser protagonistas de su propio entorno sonoro puesto que no sólo son receptores, sino también “productores”.
Los
elementos de la formación auditiva son tanto el sonido como el silencio. En
efecto, este último forma parte de la educación de los sentidos y ocupa un
lugar privilegiado en la educación musical del niño, ya que la adquisición de
la noción del silencio y su posterior automatismo llegan como una consecuencia
normal de las vivencias del sonido. Los estímulos naturales del medio ambiente
tales como el sonido de los coches, el silbar del viento, etc., son muy útiles
para lograr una actitud de atención, necesaria a cualquier experiencia auditiva.
Pero también es importante que los niños sean sensibles al silencio, y es que la
“vivencia del silencio” aleja de los ruidos del entorno conduciendo al
despertar de la audición interior, al desarrollo de la capacidad de
concentración, incluso a la adquisición del sentido del orden.
En
las audiciones musicales en clase, se aborda el silencio desde una doble
vertiente: llevando a cabo una interrupción más o menos prolongada del sonido,
el canto o el instrumento y utilizando ese silencio con algún significado
expresivo (el reconocimiento de un paisaje, una acción, una canción o la
definición de un instrumento, por ejemplo). Hay muchos, pero enunciamos aquí
algunos de los juegos que ponemos en práctica para experimentar con el sonido y
el silencio:
- Bailar al ritmo de diferentes tipos de música y, al parar, convertirse en “estatuas” (completo silencio y ausencia de movilidad –ruidos-).
- Estar en silencio y hablar cada vez un poco más alto, para ir bajando luego el tono de la voz hasta llegar de nuevo al silencio.
- Reconocer sonidos producidos por objetos cotidianos (puerta, silla…), por elementos ambientales, por distintas partes del cuerpo…
- Llenar una cesta con varios juguetes cuyo sonido pueda grabarse (coche, perro, pelota, silbato…). A medida que se oye el sonido de la grabación, el niño buscará y colocará ordenadamente el juguete correspondiente.
- Diferenciar sonidos débiles de los fuertes.
- Cantar canciones o recitar poesías donde una frase se diga en voz alta y otra interiormente.
Por
todo ello, al emplear la música en la enseñanza se incluye el silencio como
parte integrante. Inculcar los elementos previos de atención o posterior
reflexión es fundamental para que el niño asuma en su totalidad una comprensión
global de los procesos.
¡Hasta
el próximo post, queridos papás!
Fuente:
Isabel Gallego. “Música y didáctica”, 2002.